Resina se llama este poemario publicado por ediciones Contrabando, que nos gusta con ese identificativo color cieno, encaja con el título de este poemario y con todo lo orgánico, como si quisiéramos escarbar la sustancia que obtenemos de algo que rascásemos con las uñas, o lo que se destilara de alguna corteza cualquiera, que luego pudiéramos transformar. Lo telúrico y sus óleos, sus protecciones naturales, sus barnices engañosos y sus propias conversiones en callo para resistir.
Los árboles abrazan como ancianos huesudos, imágenes de lo antiguo que se erige y alcanza la luna, sarmientos por brazos, brazos sarmentosos del tiempo, siglos, como la noche o el mar. El espacio nocturno abraza la calidez de la creación, mientras el mar acuna la memoria.
Lo telúrico es desde lo que brota algo parecido al amor, pero no tiene miedo de llamar amor: esto es amor, dice, de la tierra y el barro, desde donde sale todo el ecosistema de bichos y bacterias contra el que nos defendemos. Pero con agua siempre, en formato lluvia deteniéndose, ante lo evidente del paraje verdoso. Libro vida, marrón y verde, activo, pulsión vital.
La noche alberga lo irracional. Esta voz lo anuncia: abandonan el sustrato del sentido/ nos arrastran hacia la noche. Caldo de cultivo de la palabra, donde se ocultan los sortilegios y donde la sinrazón se explaya. Es, pues, lugar del laberinto, de aquel techo sobre el que no para de llover. La voz poética lo delimita y lo deja de delimitar cuando intenta salir de él: la mazmorra del sentido. Paraje de abundancia para congregar todos los símbolos.
Otro espacio significativo: el mar. Que pareciera que el poeta nos congregara al episodio proteico de Stephen Dedalus en el Ulises. Ahí los caparazones en la orilla, de las cuencas de las palabras vacías. Pero también lugar desde el que performa y arroja fardos. El yo poético es un camaleón a lo Pessoa, sus máscaras son las del actor en su tercer acto, pero también el actor de la vida cotidiana, como propugnaba Erving Goffman. Salir de escena, con sigilo, dice el poeta, escondiéndose tras un largo epitafio.
Detrás de toda esta celebración a la vida oscura: por fin una luz que se entromete y no para de dar señales de claridad, así es el ritual de la negación, así le asisten los Claros en el bosque: Cierro los ojos / hasta el blanco. Pero también los anuncia directos: Claridad de los hilos solares. Esta luz es una promesa, es la luz del "hacer no haciendo" que dice: No querer es poder, como un taoísta que renuncia a la voluntad y se aísla en la palabra.
Y esta extraña esperanza en la que la tristeza espejea, pero aún hay amor. En un perpetuo otoño. Siempre.
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