viernes, 23 de marzo de 2018

Hablemos de Clarice a través de su Macabea



Clarice Lispector, de nombre agudo y cara afilada como el sonido de la flor que estalla en el pecho de su apellido, brasileña de origen ucraniano, raíces judías, madre, mujer de lo cotidiano, del misterio de lo cotidiano. En sus cuentos hay tiempo ralentizado y un latir muy propio, de ceniza que cae de su cigarrillo. Trágica y, estando enferma al final de sus días, sus personajes pueden tomar el control de sus fantasías. Fuerte, y su aliento alimenta otros alientos más subordinados. Pero se interroga a través de ellos, de los que crea. Así, en su novela más tardía, La hora de la estrella, los personajes que ha dado a luz le transmiten sus enfermedades. ¿Contraería la lepra si hablara de un leproso? A ese punto llega a somatizar sus personajes, se intercambia, va dejándonos ver cómo se da ese proceso de creación mientras va alumbrando. No sabe los desenlaces, se van desatando frente a sus ojos, frente a su pluma. La protagonista, Macabea, la norestina, la mecanógrafa, es una muchacha pobre y anodina. Nos recuerda a la Yvonne de Yvonne princesa de Borgoña, de Gombrowicz, ya que en varios momentos se dice de ella que es exasperante, que es un “pelo en la sopa que hace que dejen ganas de tomarse la sopa”, una mujer que pone de los nervios, flacucha, poca cosa, inexistente para la sociedad. Los planteamientos del narrador masculino (y en eso Lispector es excelente, es curioso porque cuando sucede a la inversa pareciera más difícil: algunos escritores masculinos al narrar desde un narrador femenino se les tiende a asomar alguna costura, Lispector por el contrario las borra, vemos unas matrioskas autor-narrador-protagonista) están en sintonía con una historia que se teje a otro nivel por encima de la historia de la norestina. Si llegamos a la historia de la chica, en sí, es una anécdota de desventuras, de mujer pobre y desdichada que no es consciente de su desdicha hasta el final, que muere en una epifanía.  El narrador se contradice en algunos instantes de la novela al hacernos creer que puede trabajarle de un plumazo una felicidad a su protagonista, pero no lo llega a hacer, a pesar de que dudara por momentos de lo contrario... esa duda nos acerca a la vida. Vemos a Clarice en Macabea, por qué no, mecanógrafa y adicta a las médiums... nos vemos a nosotras en macabeas, igual de ingenuas en las ganas de vivir, cuando las ilusiones no dependen sólo de nosotras mismas en un mundo que ve cómo te acurrucas en posición fetal y permanece impertérrito.





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