miércoles, 7 de noviembre de 2012

Sylvain Chomet y el ocaso de los artistas



El mundo de Sylvain Chomet es el de mimos, funambulistas, ventrílocuos, payasos tristes y magos. En medio de personajes del mundo del arte, del teatro y del folletín, construye historias tan reales que si no se tratara de dibujos animados podríamos creer que estamos viendo un drama (por momentos). Viceversa, cuando trata personajes reales, los dota de elementos mágicos. Así, la visión del arte que podamos tener a través de su mundo siempre tendrá un tipo de engranaje que nos permite seguir soñando.

Aunque es difícil en un contexto en el que el arte va dejando de tener cabida en el entretenimiento. Así empieza “El Ilusionista”, último largometraje de Chomet, con el ocaso. Las salas vacías, el ser sustituido por modas juveniles, buscarse otros trabajos más humildes, para públicos más reducidos. Pasar de ser el centro de atención a un mero acompañamiento en bodas, algo exótico.

Si voy a hablar de tristes, este director se puede merecer un puesto de tristeza bella en medio de mi colección. De hecho, ya lo había obtenido cuando vi por primera vez el corto de "Paris Je t'aime", el de los mimos, al presentar la tristeza con una elegancia sin-igual y, al mismo tiempo, con la delicadeza de los colores. Porque la tristeza de Chomet no es en blanco y negro como con el estatismo y agriedad de otros tipos de tristeza (que puede estar muy bien para transmitir desgarro y penas más intensas, no tan melancólicas) y entonces logramos entrar en la parte de la pena que es alma, la que crea y da a luz. Como los mimos, de los que nace el amor o como las trillizas, que continúan brindando sus cantos.

"Les triplettes de Bellville" es el primer largometraje de Chomet y pude verlo en pantalla grande en la filmoteca de aquí de Valencia. Me resultó muy amena esta película, tenía toques surrealistas (cómo se convertía lo del ruido del tren en algo onírico, hasta la comida de ranas bombardeadas tenía un toque surreal...) y de sueño en medio de lo cotidiano. Aquí ya encontramos personajes del mundo del espectáculo en el ocaso de sus vidas y carreras (de los escenarios a los cubos donde se calientan los 'clochards' debajo del puente).

Antes de las trillizas, vi en youtube “La vieille dame et les pigeons” y me cautivó. El tema es muy curioso: un hombre que se percata de una mujer que adora a las aves y las ceba de comida en el parque. El hombre se disfraza de gran paloma y va a visitar a la mujer para que ésta lo alimente también. La gracia de los movimientos y gestualidad es algo de resaltar en este director, ya que en todas sus obras el diálogo es pobre o inexistente (pero cuando aparece, es necesario e igual de brillante que sus otros elementos). Me gustan las películas en las que los protagonistas son grandes amigos que hablan diferentes idiomas y son grandes porque su comunicación es sin palabras. Ésta es una película de esas.



“El Ilusionista” se inspira en la obra y persona de Jacques Tati. De hecho, el protagonista lleva su nombre completo: Tatischeff. Sabemos que fue la hija de Tati la que encargó a Chomet la tarea de llevar a su realización esta idea que se había quedado hasta el momento en manuscrito. La imagen de Tati es reflejada tal cual en el dibujo y se encuentra cara a cara con el Tati original, imagen grabada y en movimiento, cuando el personaje de Chomet entra en un cine.

El protagonista se ve obligado a emigrar para hacer su espectáculo y aterriza en Edimburgo. Ahí no se le quiere separar una adolescente ingenua que piensa que no le faltará de nada con aquel, para ella, ser mágico y viajan juntos a su nueva casa. La chica, de campo y pobre, ve en la ciudad un nuevo tipo de vida que la seduce y poco a poco quiere más lujos para vestir. El ilusionista se ve en la necesidad de trabajar fuera de tiempo para poder pagar los caprichos de la chica. Prefiere trabajar de cualquier cosa antes que revelarle que los magos no existen y que él no hace aparecer las cosas de la nada, que 'simplemente' es un fingidor y un artista de las apariencias y de la ilusión. Hasta que descubre que la chica se ha enamorado del vecino y que ya no lo necesita demasiado como compañía y soporte. Y se va, previa nota amarga, como varios apuntes amargos hay en la película; todos ellos constituyen mis momentos predilectos, porque como he dicho, es una amargura sutil que hace de la injusticia vital un bello poema.

Son imborrables las imágenes del muñeco del ventrílocuo en el escaparate, siendo continuamente rebajado, hasta que llega un momento en que la etiqueta pone que lo regalan, porque nadie quiere un muñeco como ese... y el ventrílocuo en la mendicidad, sentado en la esquina de una escalera como otro muñeco completamente abandonado. O el payaso que siempre está al borde del suicidio. También es significativa la aparición de una niña humilde que recuerda a cómo era la chica que ahora pasea como un maniquí de escaparate, representando la imagen de un espíritu limpio antes de los aderezos de presunción en la sociedad.

Nostalgia silenciosa es la de Sylvain Chomet, donde las historias tristes son de colores.



domingo, 4 de noviembre de 2012

Infaustos en Béla Tarr


El título de esta entrada tiene dos sentidos: infaustos en Béla Tarr como fieles en Cristo, permanecemos infaustos en nuestra butaca creyentes de la religión desesperanzada de Tarr; pero también quiere hacer alusión a los personajes infaustos de sus películas.

Conocí a Béla Tarr hace algunos años. Tuve la oportunidad de ver casi todas sus películas en la filmoteca. Tengo pendiente Satántangó, me arrepiento de no haberla visto cuando tuve oportunidad y como no tengo internet no sé si podré conseguirla (tampoco sé si se puede encontrar por internet, teniendo como tiene infinitas horas de duración). Me acuerdo de “Gente prefabricada”, la primera que vi, en color sepia. Las mujeres parlanchinas y los hombres ausentes. La siguiente fue “The Outsider”, que me gustó mucho, el personaje principal, desarraigado, despeinado y sin dientes, un violinista que se nos muestra primero en un hospital geriátrico (para mi es relevante) es un personaje muy simpático llamado András. Luego, el resto de personajes aparecen como si crecieran de la esquina de la cocina, in media res, me gusta esta aparición accidental de los personajes. Aquí ya empiezan a mostrarse los ancianos tarrianos, tan simpáticos que siempre me cautivan. El final amenizado con rapsodia húngara número 2 de Liszt...

Luego vi la que es mi favorita de Béla Tarr: “Armonías de Werckmeister”. Valuska, el joven sensible que está transparentando sus miedos y sus descubrimientos cada vez que lo vemos pasar y con el tono de su mirada y el de su voz. Las armonías también nos pueden hablar de los silencios, en los intervalos de cualquier pieza. Esta es una pieza en la que se nos abre una ballena, Valuska también nos lo dice.

¿Debemos prestar más atención de la normal o es que tan sólo debemos dejarnos llevar por las imágenes? Hay una secuencia de diez o quince minutos aproximadamente, en la que una multitud entra en el hospital asolando todo a su paso y dando golpes a los pacientes... hasta que la escena es cortada de golpe con la aparición de un anciano muy anciano, muy pequeño. Completamente desnudo. Se ofrece, cabizbajo... y entonces hay una luz y una música que agreden nuestra sensibilidad (la claridad muestra lo que no queremos ver). Los destructores no tienen otra opción más que salir tristes, silenciosos, del lugar. Sobran las palabras para explicar el momento, por eso es necesario ver este cine más que hablar de él.




La última película de Tarr que había visto hasta antes de ayer era “El hombre de Londres”. Se trata de una película de humor negro en la que la vigilancia es primordial: siempre hay alguien que escucha una conversación o alguien que mira detrás de una ventana...
Maloin es el protagonista, cual Meursault de "El extranjero" de Camus, sobre todo en aquella frase de poco antes del final: "yo sólo quería traerle algo de comer" como si dijera "era el sol el que me molestaba". Su vista, su contención, su ser incomprendido frente a su esposa (que está perfecta en el papel, su histerismo, los gritos en la mesa no son banales, forman un cuadro) sus pasos errantes, aunque su decisión firme y sus silencios. La música marca los tiempos: nos avisa de la vigilancia, del ser vigilado, de la expectación. ¿Una de mis escenas favoritas? Cómo no, una de estética mendicante y bella a la vez: los viejitos del bar bailando con silla y bola de billar al ritmo del acordeón.

Turin Horse” es la última película de Béla Tarr. A través de seis días vemos a un padre de cincuenta y ocho años y a su hija viviendo en medio de la nada. El viento castiga la casa de piedra y se levanta el polvo y las hojas de los árboles. Ambos se turnan frente a la ventana para ver el mismo paisaje que se extiende hasta una pequeña colina donde hay un árbol que recuerda a Friedrich (ver imagen). Un pozo y poco más. Cada día va la hija a sacar agua del pozo y lucha contra la inclemencia del tiempo. Luego viste al padre que sufre de una parálisis en el brazo. Hacen cosas cotidianas como lavar ropa, coser, cortar leña, dar de comer al caballo, comer una patata hervida y beber aguardiente, todo en medio de un profundo silencio que es quebrado sólo para hacerse pequeñas observaciones sobre la carcoma o si está lista la comida. Hay un par de interrupciones de foráneos: un vecino que viene a pedir aguardiente y empieza un largo monólogo sobre la injusticia, la ineptitud de Dios, el poder y el pueblo, etc. El dueño de la casa sólo le corta al final: “Eso es una estupidez”. Otra interrupción es la del grupo de gitanos que vienen a coger agua del pozo y son echados por los dueños de la casa. Uno de ellos le regala un libro sagrado a la chica de la casa.



Sabemos que Tarr se inspiró en el caballo que Nietzsche vio ser maltratado por su cochero. El caballo de la película deja de comer y en vez de ser útil para sus dueños, comienza a ser un peso más. Cuando intentan huir de la casa, deben cargar con el caballo y los trastos, todo lo lleva la chica. No sólo es el caballo lo que empieza a ir mal. Se acaba el agua del pozo, se va la luz y no pueden encender las lámparas, las brasas no pueden encender nada. Sin agua y sin fuego no pueden hervir las patatas y los inunda la penumbra al final de la película, donde el mayor come una patata cruda y la hija observa sin intentar comer siquiera ante la advertencia de su padre: “Deberías comer” como antes ella le señalaba al caballo.

Lo importante, no está sólo en la fotografía cuidada y preciosista... hay muchos planos, pero me quedo especialmente con la imagen que se ve desde dentro de la casa del vecino alejándose, debatiéndose con el viento y el marco de la ventana encuadrándolo. La ventana es especial, vemos a la chica mirar también enfocándola desde afuera, casi al final de la película. Vemos comer un día desde el ángulo del padre, desde el ángulo de la chica otro día, al siguiente los vemos a los dos desde un lado de la mesa, y finalmente desde el otro. Así, vemos todo y nos metemos en esa casa y en su silencio (con una única melodía que encaja a la perfección).

No sabemos por qué vuelven, no sabemos si llegaron a marcharse. Hay una condena en esa casa, que los atrapa y los expulsa, que los mantiene autómatas y en silencio. Ya no hay más pretextos para crear otras obras de cine después de ésta porque se deja en evidencia el sinsentido, y cuando eso pasa, no es posible añadir nada más. Hay, pues, un alto nivel de becketidad.

Enfermos que no se frotan la herida, pero que la ven agrandarse y extenderse por todo su ser.