sábado, 30 de diciembre de 2017

En los márgenes de la biblioteca europea



Voy a hablar de la segunda novela de Jesús Pérez Caballero, porque ya he hablado de la primera y creo que ésta aporta algo nuevo y diferente a la anterior y que, quizá, nos acerca a su estilo desde otro punto de vista, el de la novela social, más real, de lo que está pasando en una época determinada, aunque sazonada con mitos, claro está, porque Jesús Pérez tiene siempre una llamada de otra esfera, la de los seres de un bestiario muy parecido al que habitamos, pero no es tal, o sí. Hay que leerlo para no descubrirlo nunca.


Gandía es una caja de zapatos.
El protagonista lo afirma y se propone expandirse, huir de aquellos trenes submundanos que le hacen ver la vida en un eterno retorno casa-habitación-pueblo, un diablo bizco que le persigue desde las ruinas de alguna discoteca decadente y él le saluda por la ventanilla.
También se transforma en gallo, y en la misma situación en distintos países, una partida de ajedrez (aunque él no dice de qué) frente a un espejo, piezas mirando el círculo y unas a otras, cosidas las anécdotas entre las páginas vemos que va goteando por sus agujeros, como esos edificios que tienen pasajes “secretos” que nos hacen salir por otra calle.
Rumanía, de cabeza pero la misma, es con su Alaska falsa, con sus propios parroquianos, pero que tranquilamente hacen las veces de cualquier bar; así como podemos asistir a la misma misa en cualquier exótico lugar y variando, lo único, el idioma.
Regreso, viaje, exilio, voluntariado, experiencias ¿para qué?, edad bisagra, socialmente señalada.
Aquí el diablo le acompaña, pero se aburre.
Como a Cioran, la vida se le “antoja una ondulación sin sustrato y un devenir sin sustancia”.
Los mundos probables, que luego se alojan en nuestra memoria, sólo cambian de locación, pero son los mismos y se depositan en nuestras profundidades.
Los balcanes no son el infierno, el protagonista desea descender al infierno para que su viaje no acabe nunca, pero sólo lo observa tras las historias de los personajes que se cruzan con él y, por momentos, la irrealidad se funde con las anécdotas, las niñas, las muertes, los colegios de ahora, las extranjeras y el contraste de lo foráneo con lo oriundo. Pero ¿por qué los balcanes? Cualquier respuesta es correcta. La literatura, dice.




Yo con cara de estar en los márgenes

jueves, 14 de diciembre de 2017

dónde está mi Hölderlin

¿Y dónde está mi Hölderlin?
Si estamos hechos el uno para el otro
Yo que también me hacía llamar Diotima en mi tierna juventud

Antes de que nos viéramos
afines en lo insondable
se conocieron nuestras almas

Anoche soñé con Hölderlin
Lo perdía de vista en el ascensor
Él iba en silla de ruedas y yo sólo estaba vendada
Pero las enfermeras también me veían malherida
Nadie quería que estuviéramos juntos ni siquiera en la desgracia
Las caras de los otros enfermos la pesadilla de la historia
Al borde de la esquizofrenia, no hay que jugar con esto
Sin embargo, siempre visualicé una despedida así, como tras la mirilla de la puerta
Supongo que ahora sólo me quedan dos años
Y Hölderlin afirmando con el dedo en alto que los dioses ya nos lo tenían asignado, pero es el mismo crimen una y otra vez.

miércoles, 13 de diciembre de 2017

Los deseos en Amherst

Revisito la poesía de Angélica Liddell justo una década después de mi primer contacto con Los Deseos en Amherst. Imagino qué número de ejemplar habré tenido entre mis manos aquella vez, sólo son 400 y van numerados. Las páginas negras y el conjunto del libro va vestido de funeral. Amherst es una universidad de pregrado varonil, quizá admite a jóvenes en su más temprana adolescencia, esto conectaría con la feminidad rota que se arrastra en su libro: los jóvenes la rechazan y ella está impertérrita, en la puerta del colegio, como símbolo de lo que no puede amar, a medio camino de todo, de no madre, de no esposa. Le es negado el placer, pero también le es negado el amor. Ni siquiera se delimita su estado, por estar jugando en medio de dos abismos, no es plenamente un estorbo porque no es senil, pero no está en su juventud. La tibieza de la condición de la mujer que reclama su lugar en la voz poética se nos hace insostenible, transmite esa no pertenencia de sí misma. Lo que tiene claro es lo que hubiera querido. También tiene claro lo que nunca le ha sido dado: ella hubiera querido nacer del pecado y se siente mal en un origen quizá demasiado reglamentado y ordenado. Los insectos son sus aliados y su temor es el blanco, reino negado y prohibido. Ella sabe imitar otros gestos, quedarse en su lugar, el de la negación. ¿Y los amantes? Siempre amnésicos, siempre en silencio. Estatuas de cera. No es lástima querer que la azoten, ella se expone, prefiere mil veces sentir algo y morir ardiendo que apagarse en la consumisión. Ese arte lastimero de mendiga del amor resulta fiel al origen de Eros: hijo de mendiga siempre es pedigüeño, hay que verlo así, con las manos suplicantes; el amor en la mitología griega no carece, pues, de insatisfacciones. En Angélica la líbido es decadente y la cama limpia. Lo malo, lo único malo de todo, el pequeño gran inconveniente: es que ella ama. Ahí se nos quiebra todo al final de la palabra.