miércoles, 13 de diciembre de 2017

Los deseos en Amherst

Revisito la poesía de Angélica Liddell justo una década después de mi primer contacto con Los Deseos en Amherst. Imagino qué número de ejemplar habré tenido entre mis manos aquella vez, sólo son 400 y van numerados. Las páginas negras y el conjunto del libro va vestido de funeral. Amherst es una universidad de pregrado varonil, quizá admite a jóvenes en su más temprana adolescencia, esto conectaría con la feminidad rota que se arrastra en su libro: los jóvenes la rechazan y ella está impertérrita, en la puerta del colegio, como símbolo de lo que no puede amar, a medio camino de todo, de no madre, de no esposa. Le es negado el placer, pero también le es negado el amor. Ni siquiera se delimita su estado, por estar jugando en medio de dos abismos, no es plenamente un estorbo porque no es senil, pero no está en su juventud. La tibieza de la condición de la mujer que reclama su lugar en la voz poética se nos hace insostenible, transmite esa no pertenencia de sí misma. Lo que tiene claro es lo que hubiera querido. También tiene claro lo que nunca le ha sido dado: ella hubiera querido nacer del pecado y se siente mal en un origen quizá demasiado reglamentado y ordenado. Los insectos son sus aliados y su temor es el blanco, reino negado y prohibido. Ella sabe imitar otros gestos, quedarse en su lugar, el de la negación. ¿Y los amantes? Siempre amnésicos, siempre en silencio. Estatuas de cera. No es lástima querer que la azoten, ella se expone, prefiere mil veces sentir algo y morir ardiendo que apagarse en la consumisión. Ese arte lastimero de mendiga del amor resulta fiel al origen de Eros: hijo de mendiga siempre es pedigüeño, hay que verlo así, con las manos suplicantes; el amor en la mitología griega no carece, pues, de insatisfacciones. En Angélica la líbido es decadente y la cama limpia. Lo malo, lo único malo de todo, el pequeño gran inconveniente: es que ella ama. Ahí se nos quiebra todo al final de la palabra.

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