lunes, 13 de noviembre de 2017

Antígona de Dimeo

Antígona de Watanabe nos deja con algunas palabras haciendo eco a nuestro alrededor, como duelo, libación, exequias, memoria. Una de las primeras relaciones que me pasó por la mente tras la lectura del texto fue la historia de Pedro Páramo, tirano, y tantos fantasmas pisados, apilados y flotantes. Cuando se trata de un Creonte, en cualquier suelo pueden darse episodios similares de convulsión social. El principal aporte de este texto es que parte de una perspectiva a posteriori y de la hermana de Antígona, Ismene, esto es, de cualquiera de nosotros cuando permanecemos estáticos frente a la injusticia. Y quizá a eso clama el texto que es de permanente actualidad: se reinventa con cada injusticia según el entorno en el que se lea. Su origen, el monólogo para Yuyachkani tras los largos episodios de terrorismo en Perú y de un gobierno con un Servicio de Inteligencia del terror y matanzas sistemáticas, incluso esterilizaciones forzadas..., puede ser puesto en relación con cualquier otro gobierno en el que la tiranía se vea impuesta y el rebelde acallado o en el que los cadáveres de los ausentes nos hablen del horror. Pero con Watanabe es más fácil vernos todos en el escenario ya que nos hermana a Ismene y a su arrepentimiento al no haber actuado como Antígona: es de gente como Antígona el cambio de rumbo de las sociedades y es de gente como Ismene, como todos nosotros, el estado de invariabilidad, el para qué me levanto si no voy a cambiar nada...

La palabra duelo como proceso interior de asimilación de una pérdida se remontaría al origen de la palabra duelo como guerra entre contendientes y, quizá, una extensión de ese sentimiento que embargaba a quienes rodeaban a los que se batían. Polinices y Etéocles luchan y de este enfrentamiento uno es denostado y otro aclamado. Ambos mueren y las exequias le son prohibidas a Polinices. Es Antígona la hermana que quiere honrar esta pérdida. Una libación, una ceremonia, un enterramiento. Es este acto sagrado el que ocasiona toda la desgracia.

En la representación de Carlos Dimeo todo empieza con un puñado de zapatos dispuestos en desorden en el centro de la sala, generándonos un desasosiego similar al que se produce tras una guerra. La sala es un espacio reconvertido, de lo sagrado religioso a espacio que se presta para otro ritual, el del teatro. Y en la mesa de las ofrendas se señalará la máscara de Polinices, de la cual señala Creonte: “El día de mi primer mando tuve mi primera felonía:  desapareció la mascarilla mortuoria de Polinices, aquella  que hice para que el enemigo tuviera un rostro antes de que bajo el sol, como ordené, perdiera sus facciones.”
Máscara blanca que intenta delimitar un rostro, pero no lo suficientemente definido, intentar que se pierdan las facciones porque lo que se pretende conseguir es la suma nulidad, el rostro desfigurado y que tras la muerte pueda llegar a ser completamente borrado como esas tumbas sin nombre, o las fosas comunes a las que van a parar los cadáveres de la gente que no se tuvo en cuenta en vida (y como fueron los cadáveres silenciados y anónimos de la sierra peruana, ahí, tan lejos).
Obra representada por mujeres todas, excepto Creonte interpretado por la fuerza del propio Dimeo, motivo acertado por el contraste entre la esencia femenina y la marcada inflexibilidad masculina del tirano.  Las mujeres de la obra se desenvuelven como vírgenes en el escenario, recordando a aquellas chicas virginales de Picnic en Hanging Rock, vestuarios blancos y coreografías que acentúan esos rasgos femeninos de novias de algún casamiento que no es de este mundo. Así se referiría Kierkegaard a su Antígona: “quizá pudiera decirse de nuestra Antígona que es prometida en el sentido más bello de la palabra; es, incluso, algo mas; es, desde un punto de vista puramente estético, virgo mater; lleva su secreto bajo el corazón sin que nadie lo perciba”. Y así lo es también la Antígona de esta representación, nívea y oracular. Como la aparición de Tiresias “hoy son piedras las que fueron sus ojos” que diría Eliot. Todos los personajes van mutando y sucediéndose en una danza y en poesía. Las letanías que por momentos murmuran estas jóvenes, y por momentos lanzan fuertemente como lo que traspasa, quedan sonando en nosotros por su musicalidad más que por ellas mismas, así que se confiere una nueva dimensión a la palabra poética de Watanabe, tan preciosa en su forma oral como en la escrita. 
La memoria. El tema de no olvidar, no poner tierra sobre nuestros muertos,  nuestros pesados cadáveres, nuestra destrucción... Walter Benjamin se inspiraría en este tipo de hechos para trazar su alegoría del ángel de la historia. Crisis de la modernidad,  conjugar utopismo y mesianismo, en el sentido de que el pasado sigue operando en nosotros de alguna forma como en las voces a las que prestamos oído y en donde no dejan de resonar ecos de otras voces, como apuntaría el mismo Benjamin. Y para todo ello, la memoria nos aguarda con una vela junto a nuestros cuerpos sin vida por alumbrar y no olvidar.

También podemos poner en relación sentimientos como el sufrimiento y la culpabilidad, de los cuales habla detalladamente Kierkegaard en Antígona. El sufrimiento profundo de la tragedia griega compete a los hados que ya tienen predestinado cierto camino del que uno no puede escapar. Y eso vemos en la estirpe de Antígona, la cual ha sido doblemente marcada en una cadena funesta de maldiciones, por los oráculos y por su mismo padre. Pero es la culpabilidad lo que se escapa de esta tragedia clásica, el remordimiento moderno que se deriva del dolor y de los actos conscientes que puede elegir un personaje como Ismene, que se cuestiona y se replantea. Y nos desvela su verdadero rostro al final de la obra. Es pues, esta tragedia una actualización hacia nuestra realidad, se nos acerca despojándola de toda la culpa externa, pues ya escapa a los designios divinos, y la hace culpa verdadera, parte de la persona que decide.

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