viernes, 9 de junio de 2023

El gabinete de un aficionado de Georges Perec





Las mejores historias son las fingidas, las que dentro de un mundo te cuelan otro y otro ad infinitum. Las mejores historias son las que te toman el pelo. Y si tienen que ver con identidades creadas, dobles, o alter egos, más aún.

Este libro lo tiene todo. En el meollo está el arte: me acuerdo del Josep Torres Campalans que se inventó Max Aub y creo que Perec traza mundos en esa dirección. Pero incluyendo una muñeca matrioska de la que abrirás una detrás de otra. Cada cuadro una historia, la historia de su legitimación. Vamos por partes:

Siempre me llamó la atención el concepto del mise en abyme. Es algo de lo que he escrito mucho, sobre todo tras una sobredosis de sueños: la simbología onírica suele tener componentes del mise en abyme. Si no me has tenido de profesora de castellano, te pego el concepto de la wikipedia:

Mise en abyme, traducida literalmente quiere decir «puesta en abismo», se refiere al procedimiento narrativo que consiste en imbricar dentro de una narración otra similar o de misma temática, de manera análoga a las matrioskas o muñecas rusas, una forma fractal de metaliteratura. En la historia del arte occidental, la mise en abyme es una técnica formal que consiste en colocar una copia de una imagen dentro de sí misma, a menudo de forma que sugiera una secuencia infinitamente recurrente.


Perec utiliza esta alegoría para hacer una profunda reflexión sobre la obra artística: toda obra es reflejo de otra. Es decir, es un espejo, de alguna forma: "Un número considerable de cuadros, si no todos, solo adquieren su verdadero significado en función de obras anteriores que se encuentran en él", dice en "El gabinete de un aficionado", y podemos pensar que es inevitable ver en cada obra reminiscencias, guiños, homenajes, directos o indirectos, a piezas anteriores, que lo mismo pasa tanto en literatura como en pintura, y que una forma de verlo plásticamente es el mise en abyme que hay en "El Matrimonio Arnolfini" o, incluso, en el reflejo tramposo de " Un bar del Folies Bergère". Así, también pasa en el cuadro que describe Perec y que es el pilar de la novela: en el cuadro está el autor, mirando sus cuadros. Pero también un reflejo del espejo central en el que sale toda la estancia de él mirando los cuadros y así, unos dentro de otros. Pero, por si fuera poco, los reflejos juegan a trastocar elementos y no son copias idénticas, casi idénticas, pero con detalles cambiados: aquí un lazo amarillo en vez de rojo, allá un hombre gordo en vez de flaco, etc. Siniestro es el doble dentro de un espejo, me parece haber dicho alguna vez, pero más siniestro es el mundo del revés en el que todo es igual, pero ligeramente diferente.

Es curioso este Perec juguetón, más en consonancia de su amigo Queneau, y muy distante de la apatía emanada en "Un homme qui dort", mi primer flechazo con el autor de "La vida, instrucciones de uso". Este librito es un apéndice del cosmos de la novela que acabo de mencionar, pero susceptible de abrir otros cosmos dentro de ella, tal cual hacía Javier Aranda con sus títeres en "Parias", espectáculo reseñado por mí en este blog hace años.

"Como si al pintar la propia historia de sus obras a través de la historia de las obras de los demás, hubiera podido, por un instante, parecer que perturbaba el orden establecido del arte, y reencontrar la invención más allá de la enumeración, el chorro más allá de la cita, y la libertad más allá de la memoria".

Esta cita reivindica el factor de creatividad que hay en la imitación, como lo que otras veces hemos leído en Borges o Vila Matas... Aquí, en "El gabinete..." se puede decir que se ve la teoría puesta en práctica, cómo sería un arte sublevado y que al mismo tiempo nos hace participes en su juego.

Por último, apuntar la definición de gabinetes de aficionado, concepto existente:

Las pinturas que comúnmente se llamaban "gabinetes de aficionado "(kuntskammer), cuya tradición nacida en Amberes a finales del XVI, se perpetuó sin decaer a través de las principales escuelas europeas hasta mediados del XIX, fundaba el acto de pintar en una dinámica reflexiva que sacaba sus fuerzas de la pintura ajena. 




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